Del lugar del papel
Texto
publicado en el Suplemento Cultural del Diario Últimas Noticias el 05 de mayo de 1996. Pág.2. Dedicado a la
curadora de obras sobre papel del Museo de Bellas Artes.
Del lugar del papel
Por
María Elena Ramos
A Lilette Lizarralde
Curadora de hojas
Desde que comencé a
trabajar en museos descubrí que existe un sitio especial dentro de ellos, donde
lo que es del tiempo parece tener otro ritmo y lo que es del espacio aparece
impregnado de otra consistencia. Es el sitio de los que trabajan con el papel,
lo conservan, lo resguardan, lo envuelven en hojas de glassine, lo aplanan con
planchas de mármol, lo observan al trasluz —como una ventana de papel enmarcada
por los dedos en pinza y paralela a la ventana verdadera— lo observan con cuentahílos
y el amoroso encorvamiento de un cuerpo en el que manos y ojos crecen en
intensidad y en necesidad. Y hasta inventan nombres simples y a la vez extraños
para definir de algún modo la simplicidad y la extrañeza con la que un buen
dibujo, estampa o fotografía exponen su estar ahí para nosotros.
El equipo de Obras
sobre Papel del Museo de Bellas Artes ha inventado algo ya tan existente, y tan
consustancial a estas obras, como una exposición que en su tiempo se llamó La
Desnudez del papel, con lo cual querían convocar, concentrando la nuez
misma del asunto: ¿qué es lo que se mantiene del lenguaje después que se ha
producido el máximo rigor del despojamiento? ¿qué es, en lo esencial, un
dibujo? ¿qué somos? Pues en estas preguntas —y esta es acaso la mayor seducción
que sobre mí ejercieron desde joven estos sitios especiales que guardan
silenciosos los museos— se apunta en rigor más allá de toda técnica, de toda
cocina de planchas y buriles y puntas secas y mecedores y cepillos y plumas y
plumillas y reveladores y ácidos. Más allá —y más luminoso— que cualquier
nitrato de plata vuelto luz y sombra en una imagen fotográfica. Apuntan más
allá, y más acá, de lo visible: a nosotros mismos y a la pregunta que todo gran
arte ha de hacernos: ¿qué somos?

Ahora pienso que la
magia real de los castillos encantados de nuestra infancia se concentraba en un
lugar único, de difícil acceso, de accidentado alcance, cuidado por los duendes
o las brujas, y al que —si teníamos sabiduría y suerte— podríamos acceder. Pero
que allí, más que princesa encantada o llave de oro o caja de los tesoros,
tendríamos acceso a alguna luz sobre el misterio de nuestra propia existencia.
Si el cuento marchaba como debía, al salir de él y del castillo algo de
nosotros mismos se nos habría revelado.
Algo semejante sucede
acaso en ese sitio especial del museo donde trabajan “los del papel”. Algo hay
allí de innominable y de oculto, algo que los demás miran de cerca o de lejos,
intrigados, así como mirábamos de niños aquel lugar del castillo encantado. Si
el dibujo y la estampa obligaron a sus artífices al contacto estrecho del
cuerpo a cuerpo (cuerpo del creador, cuerpo del papel, cuerpo del arte), hoy
atraen nuestra mirada —nuestro deseo— y nuestro silencio: ahora cuando la
exposición se organiza y los papeles se muestran y la colección se nombra y la
paradoja se extiende: pues ¿cómo nombrar lo que dijimos que no tenía nombre?
¿Cómo exponer lo que es esencialmente inexponible? ¿Cómo difundir hacia todos lo que es de tan
silenciosa naturaleza? Sólo nos queda asistir a la paradoja y a constatarla.
Develarla tal vez, si corremos con suerte. Para-papel es la propuesta de la
gente del MBA. Y corre la voz: al salir de los espacios del museo algo del
silencio, la intensidad, la vastedad y la intimidad habrán doblegado en
nosotros parte del ruido del mundo. Y los Durero, Rembrandt, Picasso, Goya,
Güercino, Atget, nos habrán ayudado a descubrir, en algo, “qué somos”.
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