Memoria, patrimonio y colecciones

A continuación, conferencia realizada a cargo de la Profesora de la Universidad Metropolitana, María Magdalena Ziegler; en la que se hizo un recorrido por los conceptos y relaciones entre memoria, patrimonio y colecciones. Noviembre de 2014.


Memoria, patrimonio y colecciones


Parece ser cosa aceptada que cada quien posee su propia máquina del tiempo. Nuestros recuerdos nos permiten viajar al pasado, mientras que nuestros sueños, al futuro. Por más atractivos que los viajes al futuro puedan ser, nos interesa aquí a nosotros esa porción de la máquina del tiempo que nos lleva al pasado, los recuerdos, o más específicamente, la memoria. Hemos sido invitados a conversar con ustedes sobre la importancia de una colección de arte y eso es imposible sin abordar primero algunos temas relativos que pasan por los fueros de la memoria.

El historiador francés Jacques Le Goff (1991), ha insistido en que el concepto de memoria es crucial. Desde una óptica sencilla, podemos asumirla como la capacidad de conservar determinada información. Así, estará referida, ante todo, a un complejo sistema de funciones psíquicas, con el auxilio de las cuales el hombre está en posibilidad de actualizar impresiones o informaciones pasadas, que serán asumidas como el pasado. Recordar lo aprendido, retener en la memoria la lista de compras, no olvidar los números de teléfono o una dirección.

El estudio de la memoria compete a la Psicología, la Parapsicología, la Neurofisiología, la Biología y, para las perturbaciones de la memoria, principalmente la amnesia, el asunto queda en manos de la Psiquiatría. A la Historia también le compete la memoria… ¿y cómo no competerle si de ella depende básicamente su existencia?

En cualquier caso, no importa la concepción de la memoria que tomemos, pues siempre en ella habrá un acento en los aspectos de estructura y actividad auto-organizativa, de sistema dinámico de organización. En otras palabras, estamos aquí ahora, porque la memoria y su maravilloso sistema organizó en nuestras mentes toda la información necesaria para recordar que hoy se llevaría a cabo este evento, que debíamos estar aquí, que debían situarse las sillas de ese modo, que la Galería queda en esta calle y que a mi lado hay personas a quienes conozco y me alegra volver a ver. Sin la memoria, simplemente, estaríamos literalmente perdidos.

Pero, más allá de ese arduo trabajo de nuestra memoria en la cotidianidad de cada uno día tras día desde que nacemos, ésta también puede ser comprendida desde otros puntos de vista y con otras funciones más trascendentes que recordar el nombre de mi gata. Por ejemplo, sólo la memoria y la dinámica organizativa que le caracteriza nos pueden llevar a la constitución de una consciencia histórica.

Justo aquí hay que hacer la diferencia entre memoria individual y memoria colectiva. La tradición de la memoria individual le considera, evidentemente, como una experiencia personal, privada, interna, intransferible, a la cual la persona que la vivencia tiene acceso privilegiado: mis recuerdos son míos, me pertenecen y nadie los puede recordar como yo ni por mí.

En su obra La memoria, la historia y el olvido (2003), Paul Ricoeur hace un maravilloso estudio sobre la memoria individual y resume en tres aspectos fundamentales el carácter privado de la memoria:

1) La singularidad de la memoria: mis recuerdos no son los vuestros y en tanto mía, la memoria es un modelo de lo propio, de posesión privada.
2) En la memoria reside un vínculo original con el pasado: la memoria es el pasado en mí y este pasado es el de mis impresiones. La memoria garantiza la continuidad personal de la persona, es la capacidad de recorrer de remontar el tiempo, sin que nada lo prohíba.
3) La memoria brinda sentido de orientación temporal: organizando en nosotros el paso del tiempo, evita que nos desorientemos al recordar.

Mucho antes que Ricoeur, San Agustín de Hipona (354-430) consideró a la memoria como el alma misma: el alma recuerda en la medida en que es. Para este doctor de la Iglesia, replegarse sobre sí, mirar hacia adentro, es buscar a Dios y reconocerse por lo que uno es, es confesarse. En la memoria es donde Dios es buscado en primer lugar.

San Agustín resalta el carácter primordial que tiene para el hombre la memoria: es en ella donde se puede encontrar la verdad, puesto que ella es Dios. Quiero resaltar el uso del verbo encontrar, porque, para San Agustín, la memoria funciona como un almacén, un depósito donde están “guardados” todos los recuerdos que se encuentran disponibles para evocarlos cuando haga falta.

Si dejamos a un lado lo anterior, tenemos la otra cara de la moneda: la memoria colectiva. Quizás la que más interesa aquí hoy. Uno de sus principales defensores es Maurice Halbwachs (1877-1945), quien en su obra La Memoria colectiva (1950) plantea que la memoria está directamente relacionada a la entidad colectiva llamada grupo o sociedad.

Para Halbwachs, lo que denominamos memoria siempre tiene un carácter social. En sus palabras:

“Cualquier recuerdo, aunque sea muy personal, existe en relación con un conjunto de nociones que nos dominan más que otras, con personas, grupos, lugares, fechas, palabras y formas de lenguaje incluso con razonamientos e ideas, es decir, con la vida material y moral de las sociedades de que hemos formado parte”.

Así las cosas, a Halbwachs le resulta inadmisible la existencia de una memoria pura individual, pues sería poco menos que inaccesible e inaceptable. Indica que incluso los primeros recuerdos que tenemos como individuos son compartidos, vinculados a otros o en relación con otros. No hay, pues, para Halbwachs dos memorias sino una y ésta resulta de una articulación social. Los individuos, de acuerdo con él, articulan su memoria en función de su pertenencia a una familia, una religión o una clase social determinada.

No estamos aquí para dirimir el asunto de la existencia o no de una memoria colectiva exclusivamente o de dos esferas de la memoria, la individual y la colectiva. Pero quise iniciar estas palabras alertándoles sobre esta polémica, porque de ella podrían derivarse algunas posturas interesantes en cuanto a la labor de las colecciones y sobre lo que debe o no considerarse patrimonio histórico. Tema que abordaremos seguidamente.

Sin entrar en especificidades, podemos volver un momento a Ricoeur, quien insiste en que la memoria es un proceso de elaboración narrativa que maximiza la coherencia de lo sucedido en un lapso determinado. Esto es justamente lo que él llama conciencia histórica: una noción histórica dinámica que se orienta a lo largo del tiempo a través de lo que él denomina horizonte de espera, afectando el espacio de experiencia, sea para enriquecerlo o empobrecerlo. Es aquí, para Ricoeur, donde lo individual y lo social se unen.

Para Ricoeur, el pasado no se encuentra desligado del futuro y el hacer memoria implica un diálogo con los tiempos en el cual el pasado puede configurar el futuro (o viceversa), desde un presente vivo y, de esta manera, hacer converger ambas memorias, individual y colectiva.

El asunto de la memoria, no obstante, no tiene que ver únicamente con el recordar; también tiene que ver —y mucho— con el olvidar. Le Goff resalta que una de las perturbaciones más o menos graves de la memoria es la amnesia, que a su vez desencadena perturbaciones más o menos graves en el individuo. Del mismo modo, la ausencia —voluntaria o involuntaria— de memoria colectiva de los pueblos o la presencia de alguna perturbación amnésica en ella, podría determinar turbaciones graves de la identidad colectiva.

Mucho se ha debatido acerca del mejor remedio para la amnesia colectiva y ante la tentación de caer en una discusión estéril aquí, me decantaré por hablarles un poco de la mejor medicina que conozco para ese mal: el patrimonio cultural. Lejos de regodearme en un fetichismo absurdo alrededor de un monumento, por ejemplo, pretendo demostrarles cómo una sociedad es capaz de conservar su salud o, en todo caso, es capaz de conservar reservas para recuperarla cuando, en un evento fatídico, la perdiera.

Este 2014 se cumplirán 100 años del estallido de la Primera Guerra Mundial. Quizás este sea un evento que a todos los presentes nos puede parecer más que lejano, ajeno. No hay que culparse por ello, pero lo cierto es que no es así. En 1931, la Carta de Atenas, documento conclusivo de la Conferencia de Expertos para la Protección y Conservación de Monumentos de Arte y de Historia, promovida por la Oficina Internacional de Museos del Instituto para la Cooperación Intelectual adscrita a la Sociedad de Naciones, se convierte en el primer documento internacional que presenta unos principios y normas generales para la conservación y restauración de monumentos.

No pretendo entrar en aburridos detalles sobre este documento. Tan sólo lo he traído a colación, porque es la primera declaración de carácter internacional que manifiesta su preocupación por la conservación de los bienes culturales de consideración patrimonial.

La preocupación que dio origen a esta Carta fundamental deriva de los destrozos que la Primera Guerra Mundial dejó en Europa: La Catedral de Reims, símbolo nacional de Francia, recinto en el cual los reyes —desde la Edad Media— eran coronados y ungidos, fue bombardeada sin piedad por los alemanes; esta joya arquitectónica perdió su techumbre original y varios de sus hermosos vitrales. Aunque la restauración del edificio se inició al concluir la guerra en 1919, las discusiones en torno a cómo proceder avivaron una polémica que sería zanjada, al menos temporalmente, con las disposiciones y principios expuestos en la Carta de Atenas.

¿A dónde voy con todo esto? Es claro que no sólo la Catedral de Reims fue afectada por las acciones bélicas, pero la menciono aquí, porque quiero que noten que para los franceses no era cualquier edificio que debía repararse. Estamos hablando del corazón de la cultura francesa medieval. Estamos hablando de un bien patrimonial de valor incalculable. La catedral de Reims era el alma de los franceses herida por la guerra, su restauración era la restauración de la moral del país.

                

Algo más tarde, en 1939, los franceses se movilizarán para salvaguardar lo que les era más preciado. Y no, no hablo de sus vidas. Hablo de su patrimonio artístico. Antes de que el ejército alemán pisara suelo galo, ya se había movilizado la Monalisa en una ambulancia, con René Huyghe (Director de la sección de pintura del Museo del Louvre) como su guardaespaldas personal.





La Vitoria de Samotracia había sido embalada cuidadosamente y removida de su lugar habitual en el mismo museo, lo mismo la Venus de Milo, La Balsa de la Medusa de Gericault y La Libertad guiando al pueblo de Eugene Delacroix. Todas se dirigieron al castillo de Chambord, en las afueras de París. Si los alemanes bombardeaban la capital, las obras de arte estarían a salvo.



Similarmente actuarían los holandeses. La Ronda Nocturna de Rembrandt y otras de las obras más emblemáticas de del Rijksmuseum fueron trasladadas a un castillo en Medemblik en las afueras de Amsterdam. Ya antes las obras maestras del Museo del Prado, incluyendo, por supuesto Las Meninas de Velázquez, habían sido resguardadas en Ginebra en los años de la Guerra Civil española.


Durante la Segunda Guerra Mundial, Adolfo Hitler desató sus demonios para saquear Europa entera y hacerse con los tesoros artísticos más grandes de la historia del arte occidental. ¿La razón? Muy simple: arrebatar el patrimonio artístico de una nación era destrozar su moral, volver añicos su templanza y doblegar su resistencia a la dominación nazi. Adueñarse de sus logros intelectuales más amados era vaciarlos de sentido, lo mismo que un vampiro chupa la sangre de sus víctimas.

La historia que aún no se ha escrito con el detalle y la justicia que merece es la historia de todos los hombres y mujeres que arriesgaron sus vidas literalmente por salvar el patrimonio artístico y cultural de sus países. No hablo únicamente del pueblo de Reims que se expuso abiertamente a las bombas alemanas para recoger el plomo del techo en llamas que corría por la boca de las gárgolas de la catedral de Reims, para emplearlo luego en su restauración. Hablo de los cientos de personas que en todos los museos de Europa permanecieron en sus puestos de trabajo, colocando bolsas de arena en las puertas de los depósitos para evitar que los bombardeos aéreos acabaran con las obras de siglos de antigüedad. Hablo de los hombres que desde los Estados Unidos, dejaron la seguridad y comodidad de las salas de sus propios museos para ayudar al Viejo Continente a no perder su memoria artística.

Hablo, por supuesto, de todos los que, en países como los nuestros, con una memoria corta, frágil y volátil, se empeñan tercamente en trabajar a favor de la difusión de la producción artística del pasado en el presente. De esos que sin reconocimiento alguno, viven en el mundo gris de las instituciones públicas, lleno de mediocridad, pero que no claudican, porque saben que sin su esfuerzo, nos quedaríamos sin memoria. Hablo de todos los que desde su escenario personal, consideran que tienen un deber ciudadano ineludible en preservar algún rastro de la memoria y por ello ha decidido coleccionar.

Coleccionar, esa rara costumbre de unos pocos. Esa costumbre que celebra cada día la inquietante extrañeza del pasado en el presente. No se preocupen, no me extenderé aquí con la larguísima historia del Coleccionismo, pero sí pretendo resaltar algunas cosas curiosas que nos hablan de la hermosa relación que el coleccionismo ha establecido con el patrimonio artístico. Comenzaré con recordar el decreto que emitido en 1602 por Fernando II de Médici, Gran Duque de Toscana, que prohibía sacar de la ciudad de Florencia  —fuera cual fuera la razón— las obras de 18 pintores difuntos que habían enaltecido la cultura de la ciudad. Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, Andrea del Sarto, Correggio, Tiziano y Pontormo se incluyeron en esa lista. Evidentemente no todos eran florentinos, pero su contribución con el arte toscano era indudable.

Esto permitió que Florencia y sus colecciones se nutrieran aún más a partir de entonces. Cuando en 1737, Ana María Luisa de Médici, selló un acuerdo con el nuevo gobernante de Toscana, Francisco Esteban de Lorena, en el cual se estipulada con claridad que, en el futuro, no podrían ser trasportados o llevados fuera de Florencia, ningún bien perteneciente a las galerías, colecciones, monumentos, bibliotecas y cualquier otra curiosidad de la Sucesión del Gran Ducado con el fin de que siempre contribuyan al ornato y la alegría del pueblo, así como atractivo para la curiosidad de los extranjeros.

Gestos como éste han otorgado sentido de pertenencia a las colecciones, convirtiéndolas en parte de la identidad de una sociedad. Cuando un individuo particular o una institución privada, decide coleccionar y realizar actividades de divulgación de esa colección, está labrando el surco para que pueda sembrarse la semilla de la pervivencia en la memoria. Sin embargo, todo coleccionista debe tener cuidado de dos factores esenciales:

1) ser presa de las modas y gustos en el arte y
2) ser víctima de las exigencias de su propia colección.

Si se mantiene alerta de los peligros que ambos factores implican y toma las decisiones adecuadas y oportunas para enfrentarlos, su colección crecerá en valor, no necesariamente monetario, pero social y cultural.

Fortaleciendo las colecciones se ataca directamente la amnesia de la que hablábamos al inicio. Se procura el recuerdo de los logros artísticos y, de su mano, el recuerdo de los logros de un grupo social con el cual se identificará cada vez más. La fragilidad de la memoria ha de combatirse con evidencias materiales y si el pasado como idea está en la historia, el pasado como cosa está en el patrimonio cultural.

Pierre Nora, en su obra Los lugares de la memoria (1984), ha dicho que la memoria “está sometida a la dialéctica del recuerdo y el olvido, ignorante de sus deformaciones sucesivas, abierta a todo tipo de manipulación.” Muchos se aferran al presente sin importarles si recuerdan u olvidan. A ellos les dice Josep Ballart: “El presente es como un soplo; visto y no visto. El futuro es siempre una incógnita, nadie sabe si llegará…En este salto al vacío que es la vida, el presente es como aquel instante de ingravidez sobre el precipicio que las películas de dibujos animados nos muestran.”

De esto podríamos inferir que con lo único seguro que cuenta un ser humano es el pasado y está válvula de seguridad funcionaría sólo si somos capaces de recordar. Esto, claro está, podría parecer incongruente con esta sociedad nuestra tan acelerada, tan dinámica en su producción cultural. Anthony Giddens habla de “nuestro mundo desbocado” y no deja de tener razón. El problema es que ese mundo desbocado es además contradictorio. Rechazamos lo pasado como viejo, pero amamos lo pasado como vintage. Queremos ser el país más moderno, pero seguimos anclados en el pensamiento de un hombre del siglo XIX.

En todo caso, lo importante aquí es que el pasado es, querámoslo o no, un marco de referencias organizado por nuestra memoria (individual y colectiva), para que reconozcamos el entorno y a nosotros mismos. Nos guste o no, el pasado es un modelo de lo bueno y de lo malo, de lo extraordinario y de lo perverso. Si Los Beatles son para nosotros la piedra angular de la música popular contemporánea, si Casablanca es la mejor película jamás filmada, si el David de Miguel Ángel no tiene posibilidad alguna de ser superado, entonces el pasado es un modelo ineludible para la historia que cada uno de nosotros ha construido en cada caso.

El pasado puede llegar a ser estimulante. Aún resuenan las palabras de Napoleón a sus soldados ante las pirámides de Gizeh: “¡Ante ustedes, cuarenta siglos os contemplan!” La verdad, pocas cosas tienen tanta contundencia como las evidencias materiales del pasado. No llamo con esto a emplear el pasado como una feliz evasión del presente. Muy por el contrario, cuando estamos frente a una colección de arte, por ejemplo, estamos rodeados de evidencias del pasado que nos hablan directamente de nuestro presente. La razón de ello —y con esto concluyo— fue magistralmente expuesta por el filósofo inglés, Robin Collingwood (2004), quien al hablar de la historia expresó:

  “La historia es para el autoconocimiento humano. Conocerse a uno mismo significa, en primer lugar, lo que es ser una persona. En segundo lugar, lo que es ser el tipo de persona  que uno es y, en tercer lugar, saber lo que es ser la persona que eres y nadie más. Conocerse a sí mismo implica saber lo que puedes hacer y como nadie sabe lo que puede hacer hasta que lo intenta, la única pista para saber lo que el hombre puede hacer es lo que el hombre ha hecho. El valor de la historia es, pues, que ésta nos enseña lo que el hombre ha hecho y, por ende, lo que el hombre es”.
El patrimonio cultural y su preservación, investigación y exhibición a través de las colecciones, nos mostraría entonces mucho de eso que hemos hecho, de la inmensa capacidad creativa de la que disponemos y, en consecuencia, de esa maravillosa cualidad de ser humanos, porque la memoria es frágil y necesitamos recordarlo cada día.



María Magdalena Ziegler


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Bibliografía.-

Collingwood, Robin (2004), Idea de la Historia, FCE, México.
Halbwachs, Maurice (1950), La Memoria Colectiva, PUF, París.
Le Goff, Jacques (1991), El orden de la memoria, Paidós, Barcelona.
Martínez Justicia, María José (2001), Historia y Teoría de la Conservación y Restauración artística, Tecnos, Madrid.
Mitre, Emilio (1997), Historia y pensamiento histórico, Cátedra, Madrid.
Nora, Pierre (1984),  Los lugares de la memoria (1984), University ChicagoPress.
Ricoeur, Paul (2003), La memoria, la historia y el olvido, Trotta, Madrid.

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