Por Juan Calzadilla
El
dibujo es un género al cual muy poco interés se le ha prestado en Venezuela. El
hecho de que se le haya considerado como una disciplina, más que como un arte,
contribuyó a la escasa estimación de que todavía es objeto en nuestro medio.
Entre nosotros el dibujo ha sido visto como un saber suplementario, como rama
de la pintura y la escultura, como forma de diseño y como herramienta de la
cual, una vez que alcanza su formación, el artista puede prescindir. En las
escuelas de arte se le ha enseñado de manera esporádica y poco metódica, por no
decir que con desdén, hasta hoy.
Los
paisajistas de Caracas, más atentos al color que a la realidad, pintaban
representando directamente a la naturaleza, sin necesidad de hacer bocetos o
estudios previos. Pocas veces cultivaron sistemáticamente el dibujo y, cuando
lo hicieron lo privaban del valor intrínseco, para servirse de él como de una
huella o pretexto, o como ejercitación en el mejor de los casos, y como proceso
que conducía a la pintura. La excepción entre los pintores del Círculo de
Bellas Artes fue Armando Reverón, quien empleó en su trabajo un sistema
esencialmente dibujístico, combinando los materiales de la tradición, como el
carboncillo y la témpera, con otros de su propia invención, para obtener con
ello efectos gestuales y táctiles que, a despecho de su aspecto pictórico y
arbitrario, eran esencialmente dibujísticos. Y no obstante que no le preocupara
mucho diferenciar en su obra lo que pertenecía a la pintura de lo que era del
dominio del dibujo. Le interesaba sólo el resultado.
Desde
el siglo pasado, el coleccionismo abrigó un prejuicio parecido que consistió en
desentenderse de la obra sobre papel lo suficientemente como para no abrigar el
menor interés en preservarla. En estas condiciones no debe extrañarnos que el
legado dibujístico del siglo XIX sea irrisorio comparado con la producción
real. De la obra del período romántico puede decirse que la más importante en
cuantía y calidad fue la de Arturo Michelena, para muchos de nosotros el mayor
dibujante que dio nuestro país.
Aunque
reivindicado hasta cierto punto por figurativos y realistas de la etapa de la
reforma de la Academia de Bellas Artes, entre 1936 y 1945, el dibujo artístico
vino a menos entre los pintores del triunfante funcionalismo que se impuso en
Venezuela a partir de 1952, durante el período de la abstracción geométrica. El
menosprecio que esta generación sintió por el dibujo se debía a que lo asociaba
a la tradición naturalista que se quería abolir. Luego retomaría vigor con el
movimiento de la nueva figuración que apareció en Caracas a finales de los 50,
en un grupo donde estaban, entre otros, Guevara Moreno, Regulo Pérez, Manuel
Quintana Castillo, Jacobo Borges y Manuel Espinoza. De allí en adelante la
historia es más conocida. Tuvimos en los años 80 el boom del nuevo dibujo, a
pesar de que muy poco quedó de él.
De
hecho, es verdad que el dibujo no dejó de emplearse y enseñarse, pero de allí a
que se considerara un género importante, había un gran paso. Obviamente podían
darse condiciones para el dibujo como diseño o pauta en el marco racionalista
del programa de integración artística, a cargo de los pintores geométricos,
pero no quedaron muchas muestras (y menos obras maestras) de esta disposición,
ya que, por lo general, nuestros plásticos integracionistas fueron más que todo
coloristas y casi ninguno se empleó a fondo en el dibujo como no fuera para
diseñar sus proyectos de policromías y murales.
El
principal problema de las obras sobre papel estribó, sin embargo, en que se
introdujeron demasiado tarde normas de conservación en los gabinetes de estampa
para impedir el progresivo deterioro del patrimonio en papel y ya cuando el mal
estaba hecho. Por otra parte, el rescate de obras desaparecidas ha sido lento y
laborioso y hoy podemos decir que si es cierto que los fondos dibujísticos son
abundantes en nuestros principales museos, por otra parte hay que reconocer que
están llenos de lagunas y ausencias notorias en cuanto a su representatividad
histórica. Constituyen muestrarios muy parciales e incompletos y ponen de
manifiesto que se sigue haciendo muy poco en materia de rastreo para recuperar
la memoria de la obra sobre papel extraviada, correspondiente a extensos
períodos de nuestra historia del arte. Pareciera que para los museos, como
también para los coleccionistas, lo importante son los géneros considerados
mayores.
En
el sector privado las cosas no han marchado mejor. Tampoco ha existido aquí
interés especial en organizar y menos en preservar debidamente la obra dibujística
o gráfica que se cuelga irresponsablemente en los muros sin tomar las precauciones
clínicas que aconseja la museografía para el trato adecuado del papel. Y aún
así, la presencia del dibujo puesto a la vista en las colecciones es
discontinua y está llena de grandes saltos. Nuestros coleccionistas, si es que
existen, son en general poco imaginativos y se han contentado con encontrar
respuestas simples y cómodas a la necesidad de decorar los espacios de hogares
y empresas, limitándose a adquirir, con estos fines, obras de los artistas
reconocidos, especialmente serigrafías que circulan en el mercado, sin mayores
problemas y sin correr ninguna aventura.
Una
excepción en este cuadro desolador es la colección del Ingeniero León Topel
Capriles, radicado en Valencia, la cual reúne, casi por partes iguales, obras
de pintura y papel. Aunque incrementada de manera informal, con el correr del
tiempo, sin apremio ni un plan previo, esta colección de dibujos es una de las
más singulares entre las que conocemos en Venezuela, no solo por la variedad y
extensión de su universo de firmas, sino por poseer obras de excepcional valor,
como es el caso del dibujo de Camille Pissarro, firmado y fechado en Caracas en
enero de 1853, y para cuya imagen posó la patrona de la pensión en la cual se
hospedó, recién llegado a la capital, el ilustre impresionista francés.
Quizás
sea este aspecto informal y acumulativo de una colección que posee algo más de
ciento cincuenta piezas lo más sorprendente de ella, puesto que, al estar
librada de los prejuicios y maniáticas limitaciones que imponen los asesores y
curadores, se les deja a los espectadores la libertad de sopesar y valorar las
obras a entera voluntad, sin mediatizaciones como las que imponen a menudo los
criterios cerrados y estancos de los coleccionistas profesionales. De este modo
se comparte la voluntad del hallazgo, que es el signo más vital de la cultura,
tal como puede alentarla quien no abriga la intención de manipular el gusto de
los espectadores imponiéndoles sus preferencias.
Topel
Capriles ha estado reuniendo dibujos cuando nadie lo hacía y en circunstancias
muy variadas, durante largo tiempo y en distintos escenarios. Ha coleccionado
en primer lugar a través de los contactos personales y/o amistosos que ha
establecido con los creadores mismos, visitando sus talleres o sus casas para
elegir las piezas a la vista de lo que presentaban para su escogencia. Por otra
parte, Topel ha sido un asiduo visitante de casas de antigüedades y de
colecciones caraqueñas como la de Antonio Ovalle Olavarría y otras que vinieron
a menos y fueron rematadas por sus sucesores. Otra parte de su colección
proviene de subastas o también de intermediarios o propietarios de obras. Las
fuentes son múltiples, pero lo importante es acceder, como sea, a ellas.
En
todo caso, la labor de rastreo, tal como la tiene Topel, no es nada fácil para
el que sabe que la pérdida o desaparición del patrimonio se combina con la poca
frecuencia con que la mayoría de nuestros artistas se dedicaron a la tarea de
dibujar, y esto hace del coleccionismo en obras sobre papel en Venezuela una
actividad heroica, cuyas dificultades son compensadas por las sorpresas que nos
reserva. En este sentido, la localización de dibujos de los maestros de Círculo
de Bellas Artes y de sus seguidores, durante el tramo más productivo de nuestro
arte moderno, el que va de los años veinte a los cincuenta, es un privilegio
que no conoce sino el coleccionista inquieto e investigador, por el estilo de Topel. Las obras sobre papel de Manuel Cabré,
Marcos Castillo, Próspero Martínez, Rafael Ramón González, Manuel Silvestre
Pérez, Pedro Ángel González, Pedro centeno Vallenilla, Wenceslao Hernández,
Francisco Narváez, entre otras, constituyen en la colección de Topel Capriles,
para hablar sólo de la llamada Escuela de Caracas, una rara y excepcional
cosecha de la que se sentiría orgulloso cualquiera de nuestros museos. Destaco
aquí un dibujo de período expresionista de Armando Reverón y la extraordinaria
obra de ese pionero del diseño ilustrativo que fue, durante su estada en Nueva
York, el pintor Alberto Egea López. Me remito también, para destacar lo que me
parece llamativo, al retrato a la plumilla del General López Contreras hecho
por Carlos Otero en 1935.
En
otras vertientes, más próximas a nuestro tiempo, pueden citarse los trabajos de
César Rengifo, Pascual Navarro, Braulio Salazar, Mario Abreu, Enrique Sardá,
Víctor Valera, Jaimes Sánchez, Rubén Nuñez, Manuel Espinoza, Guevara Moreno,
Régulo Pérez y tantos otros autores cuyas obras comienzan a escasear en el
mercado de ofertas, y muestras de las cuales se hallan de manera pródiga en la
colección de Topel Capriles.
No
creo que el buen coleccionista, como se ha venido afirmando, sea sólo el que
está bien informado como para saber orientar su gusto personal con el rigor que
impone una acertada elección de sus piezas. Se necesita también de una alta
dosis de riesgo. Gustos y criterios, aun los más sabios, son también
cambiantes. El interés que sentimos hoy por una determinada elección no es la
misma de ayer. Los juicios de valor viven modificándose. De tal modo que a
veces es más confiable una colección en la cual el azar de la escogencia
depara, para quien descubre la obra, un deslumbramiento. De allí que la buena
colección no se hace por mandato ni depende de un criterio estricto y rígido
sustentado por la seguridad que proporciona disponer de medios para adquirir
obras de arte. Este tipo de recolector es el que mayor daño le hace a la obra
de arte. Muchas veces lo que llamamos criterio no es sino un valor condicionado
por la moda y la publicidad de un momento. Y aunque siempre se tendrá más
posibilidad de acertar en los juicios de valor cuando la selección se orienta a
privilegiar las obras del pasado, de ningún modo creo que la labor de un
coleccionista deba sustentarse en los valores consagrados, como ocurre
tradicionalmente en Venezuela.
Las
primeras grandes colecciones de obras impresionistas apostaban a un movimiento
acerca de cuyo éxito futuro no había garantía alguna. La colección Caillebote
superó con creces las expectativas de quien en la realidad fue un pintor de
segunda fila que se dio el lujo de legar a Francia una de las mejores
colecciones impresionistas del mundo. Topel Capriles ha tenido el coraje de
adquirir obras de artistas acerca de los cuales no se creaba ninguna
expectativa, guiado por la intuición de que por ese medio rescataba obras que
de otra manera hubieran desaparecido. Tal es uno de los más importantes méritos
de su labor como coleccionista heteróclito. El haber rescatado del abandono y
la inopia lo que estaba destinado a extraviarse. Ojalá que otros puedan seguir
su ejemplo. No el ejemplo del que, para su sólo beneficio, se limita de manera
canónica a adquirir obras en galerías, museos y por Internet, para satisfacer
necesidades de afirmación y poder egolátrico, sino el que por pura pasión del
descubrimiento no sustrae tiempo a la necesidad de incursionar por todos los
laberintos y vericuetos urbanos para lograr por fin, como si se tratara de la chef d’oeuvre d’inconnu, la pieza única
y singular con que ha soñado toda la vida.
Texto
del catálogo de la exposición “Dibujos de una colección”. Sala
Alternativa Centro Cultural Eladio Aleman Sucre. 27 de junio al 18 de julio de
1999.
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